home_sefarad.gif (990 bytes)Principal Sefaradíes en Chile

logosefard.jpg (9968 bytes)  La Llave

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Comunicado de prensa: En Toledo se apreció un eclipse de luna. Joven, llegada de América del Sur, fallece dentro de casa abandonada. Se cree que los vapores mefíticos acumulados en las atarjeas asfixiaron a la muchacha cuando intentaba entrar en un sótano de la casa que se presume fue construída hace muchos siglos. Llamó la atención de los reporteros una herrumbrosa llave que el cadáver aferraba en su mano derecha y que al parecer, le permitió ingresar al inmueble. Se procederá a una acuciosa investigación por las implicancias que puede tener el hecho, ocurrido la noche del 3 de noviembre de 1993.

C

on sus ojos de niña la miro tantas veces, distinta a las demás. Colgada en un clavo grueso fuera del mazo. Muy grande en relación a las otras de marca conocida, dentelladas en una aleación de bronce. Esta poseía la fascinación del metal puro y antiguo. En algún tiempo hubo de ser brillante, imaginaba. Ahora los dientes estaban lleno de moho, salvo cuando la abuela se subía al escaño de mimbre, la tomaba en sus manos y procedía a pulirla. Yael se daba cuenta de la singular devoción con que la abuela realizaba tal oficio. Después de limpiarla, como hubiera hecho con un objeto sagrado, la devolvía a su garfio y continuaba los habituales menesteres. Y como siempre acariciaba el pelo ensortijado de Yael con una mirada sabrosa a complicidad . 

   La casona hermética llena de cansadores rituales de limpieza, órdenes y prohibiciones, habría sido intolerable si la personalidad de la abuela no hubiese colocado un matiz de vida a esas caras  eternamente en penitencia; a las bocas que sólo  sabían implorar misericordia a una divinidad que Yael abominaba en secreto. Las crías debatían en frecuentes cambios de delantales según fuera el trabajo que iban a desempeñar. Uno para sacar la basura, previo encerramiento de toda la familia por temor a respirar el mal olor y sus efectos contaminadores. Otro para lavar las verduras y frutas, también temidas por haber sido regadas en aguas ajenas. Otro para cocinar. Otro para servir la mesa. Yael asistía a tales cambios de indumentaria compadecida de las mujeres  que debían someterse a  esos ejercicios a cambio de un salario, la comida y el alojamiento en el departamento de la servidumbre. 

   La abuela no sólo era una alegre castañuela. También sabía ejercer un poder absoluto sobre la familia y la gente de servicio. Pero los jueves llegan los pobres para recibir de sus manos, una bolsa con mercadería, algunas hortalizas y frutas. Entonces Yael oía las alabanzas repetidas por labios descoloridos que dejaban al aire encías desdentadas y olía eso indescriptible de la miseria. La imaginaba amarilla, fea como quienes extendían las manos. Esto duraba unas cuantas horas. Luego retorna a la plácida belleza de los búcaros repletos de flores de cada estación sin que nada permitiera saber que por allí habían desfilado zapatos con suelas abiertas, piernas varicosas y otros achaques. La miseria –concluyó Yael no es buena para nadie. 

La llave, sube a buscarla antes que otros la boten. Es tuya, para que abras la puerta de nuestra casa. Nunca la entregues a nadie. Acuérdate, sólo tuya.

   La abuela había enfermado, El silencio agobia mas que ordenanzas y rituales. Desapareció la música. Más afiladas las caras a cada instante. Los jueves se suspendieron . La madama polaca que venia a conversar con la abuela y a vender sus jabones de Pravia y loción  Flor de Espino se sienta en una silla de paja con los ojos celestes arrasados en lágrimas. La cocinera actúa por cuenta propia. Las niñas de mano circulan con sus almidonados delantales cono muñecas mecánicas. El mozo no canta tangos mientras pule los cubiertos. Yael se refugió cerca del sillón y de la mecedora de ala abuela sin que a nadie le importara cuál sitio ocupaba, si leía o se dejaba volar el pensamiento junto a las tardes de la abuela y sus duraznos otoñales. 

Los grandes fuéronse habituando a la enfermedad y comenzaron a hablar en voz más alta. El doctor dijo que no pasaría  de la mitad de la semana. La vejez se había convertido en rectora de los músculos, los huesos y los nervios. 

La mañana del miércoles amaneció clara. La empleada que atendía a la abuela le llevó agua para asearla. Ella estaba sentada con su peinador de algodón blanco y blondas. Se había bajado de la cama sin ayuda de nadie y entonaba una de esas  canciones en el melodioso idioma que solía compartir con Yael y su padre. Por el peinador se desliza su pelo plateado, sedoso. En el espejo sus ojos violeta como si de nuevo la juventud hubiese entrado a ellos. Yael la abrazó. Ya te mejoraste, abuelita. La anciana le dio un pellizquito en las mejillas sin contestar. Yael se quedó en espera de alguna palabra hasta que la vieja estiró su brazo derecho con un índice largo sobre la frente de la niña. La llave, sube a buscarla antes de otros la boten. Es tuya, para que abras la puerta de nuestra casa. Nunca la entregues a nadie. Acuérdate, sólo tuya. Yael obedeció y a duras penas pudo alcanzar el garfio. Corrió a esconderla en su caja de tesoros junto a las conchitas que traía cada verano de la playa, las flores secas de la cordillera, el caballito de mar y su primer diente. 

Así un día de marzo entró a una pensión en Toledo y se preparó para ver cuánto había conocido en los libros. Las calles persistían en una acentuada fragancia. El color aceituna rondaba en rostros de pómulos altos.

Tras la muerte de la abuela se dispersaron los miembros de la familia hasta que la vida regresó a tomar su nivel. Yael se volvió diferente a los hermanos. Estudió, enamorada de todas las formas de conocimiento. Se acercó a todo tipo de gente y apenas fue posible, salió a recorrer algo de este mundo. Así un día de marzo entró a una pensión en Toledo y se preparó para ver cuanto había conocido en los libros. Las calles persistían en una acentuada fragancia. El color aceituna rondaba en rostros de pómulos altos. Muchas manos hubiesen deseado atajar la delgadez de su cuerpo que no acertaba abandonar la adolescencia. Tantos pies se le aparejaron para hacer que los labios iniciaran un diálogo que podría desembocar en algún café o de pronto en cierto albergue con almohadones blancos de batista y encajes de brujas. Las alcuzas se hallan prestas en las mesas de las tascas para aliñar una presa de pescado, una ensalada, una tapa de marisco. Yael caminando y el sol que cambia los colores en cada vitrina, en los visillos de las casas que de tanto en tanto se alzan para que se asome una cara sorprendida y una mano estruje las etaminas en espera de algo distinto. Dentro de las habitaciones el desfile de quehaceres. Quitar las flores marchitas; dar agua a las matas de malvones; sacudir el polvo de los vidrios; acomodar los pañitos de richelieu sobre los sillones de felpa oscura; introducir la aguja en el bastidor, poner en juego la fantasía y atrapar pájaros azules y amarillos que acepten quedarse eternamente bordados en la arpillera. Algunas mujeres extienden su pelo fuera de las ventanas para secarlo y darle brillo.
Los orfebres no han cesado desde el medioevo de tallar y golpear metales.El oro se asienta casi verde en las pulseras y los aros con escenas de toros y cuerpos de gato en celo. Hay anillos de amatista en dedos espatulados y perlas engarzadas caprichosas junto a turquesas y esmeraldas. También  babuchas que se deslizan por corredores de mosáicos. Cierto rumor de jazmín azotado y el aire dulce que llena los huecos de perfume. Más de prisa Yael y el día que comienza a ingresar en la tarde plena de acertijos. Una gata y sus pupilas verdes se erizan en la azotea para iniciar el  oráculo de Sibila. Muchas violetas se han juntado sobre el piano y el joven músico las compone sobre la pauta sin permitir que sus cabecitas se escapen hacia los prados donde los pastos se retuercen con el viento. Puede ser  un aroma de leche y chocolate el que dilate la nariz de ciertos parroquianos en el café de la plaza cercana. O el queso rebosante en la fuente de porcelana junto al pan caliente salpicado de ajonjolí. Camina Yael mientras la menta y el tomillo se abren paso casi en el limite de la ciudad donde comienzan las piedras y las enredaderas en los muros sostenidos sobre los años. Allí sobre reseda y magnolias como señales definitivas.
   El acicate de  unos caballos desperdigados que a esta hora debieran regresar a la alquería. Los muchachos atan una fajilla de seda a sus cabellos para que no caigan sobre la cara. Los pies calzados en cuero marroquí y las camisas de algodón crudo, amplias para sus cuerpos esbeltos y velludos.
   Las muchachas cantan a medio voz mientras vacían la leche de ánforas de cerámicas azules, Yael escucha sus canciones y se alegra de poder seguir la letra. Le basta pensar en la silleta de paja junto  a la abuela. Sus cantares. Aquel idioma que nadie mas que ella y su padre entienden. El pequeño patrimonio del secreto que la ha mantenido protegida; segura en la burbuja de óleo transparente que la abuela construyó para ella, distanciada de los que insisten en negar los orígenes; los avergonzados; los arrepentidos; los que cargaron la culpa no cometida. 

La noche entrando al cielo con la luna abierta en flor, flota sobre jirones de nubes. Yael vuelta a la infancia, a los romances dichos en ladino y de nuevo el idioma, el dulce idioma. Las ceremonias a escondidas. No vaya a ser que la familia se comprometa y pierda la seguridad que edificó el abuelo con donaciones y cambios de apellido. Concurrir a una iglesia con santos de yeso y veneración del máximo instrumento de tortura. Abuela,  baja  la voz; las tías andan por ahí; pueden escucharnos. Yo no tengo miedo. Ellas han vivido en eterno temor. Cuidar el más leve movimiento de los músculos, nadie debe advertir el origen. Queremos el  Paraíso y no la hoguera. Baja la voz, abuela. Por ahí andan las tías y se encolerizarán contigo. 

Yael vuelta a la infancia, a los romances dichos en ladino y de nuevo el idioma, el dulce idioma. Las ceremonias a escondidas. No vaya a ser que la familia se comprometa y pierda la seguridad que edificó al abuelo con donaciones y cambios de apellido.

Abierta flor, la  luna en el despejado cielo que alberga los mil secretos de la existencia. Yael introduce la mano derecha al bolso y toca el metal tibio. Lo acaricia y emerge la llave en contrapunto a la luna. Puede la oscuridad tomar nombre de eclipse y esconder la mitad del disco de claridad para que los dibukim (diablos traviesos, almas transmigradas) se pongan a jugar malas pasadas a los miedosos. Puede que el eclipse te permita hacer girar la llave en esta cerradura y que la puerta comience  a abrirse. Los goznes están casi deshechos. Las maderas se niegan a dejar de crujir. Los siglos en las cuarteaduras de las hojas de leño. Yael metió la llave y aguardó. En buenas cuentas los milagros vienen a ser frutos de la voluntad, otras veces el azar se encarga de disponer los elementos para que los deseos tengan cumplimiento. La mano delicada pocas fuerzas tiene para mover el tiempo anidado en los vericueto de una cerradura – Abuela, abuela,   ¿hacia cual lado debo girar nuestra llave?- Acuérdate del Talmud. Allí se halla la raíz de la sabiduría. 

Escasas fuerzas lo pueden todo cuando la luz penetra tu cerebro y las tinieblas dejan paso a la imagen buscada desde el fondo de los días. Así ocurrió en el instante primero de la creación. Abandonar los miedos. Enfrentar el precipicio. Son las sendas para lograr vencer. Que no te asalte la fragancia únicamente en los sentidos. Yael, conviértela en parte tuya. La luna en flor. El cielo despejado. No dejes que la danza de los dybukim te distraiga. 

Yael hizo los movimientos que precisaba. Algo se estremeció en su ser íntegro. La llave abre a una casa de baldosas cubiertas de fino musgo que la recibe con las voces percibidas desde toda la vida. Entrades, ninya pretziosa. Las tus ojos son violeta e tus cabelos pretos. La piel fermosa de aljófar blanco. Entrades, ninya pretziosa. Non yorades ke hora es de alegría.

Abierta flor la luna El cielo despejado alberga mil secretos. La mano hace girar al mundo. Mejor dicho, a esa parte del universo escondida en un recodo del tiempo por gracia de la llave. En virtud de la justicia que ha tardado miles de meses. De nuevo Sepharad. Entrades, ninya pretziosa. Dormidos estuvieron los muros desde cuando hubieron de salir  a prisa, con la garganta hecha nudo y la vida pendiendo del ansia de poder de los no tan Católicos Reyes. Hubo llanto y crujir de dientes. Carreras hacia los oscuros lugares del dolor. Meter entre las ropas cuanto se puede para  la huída. En la cintura las monedas y al cuello la llave de la casa. Esa huída medida en centurias. Siempre escondida la verdadera lengua. Sometida al miedo. Descubrir mil regiones de la tierra. Siempre de viaje. Cuando empieza a  echar raíces el trashumante, de nuevo la vida y el temor a perderla hace tomar el báculo y partir. Repetidos los siglos. La misma carrera por las estaciones de la clepsidra. Hubo llanto y crujir de dientes  . Pero también  quedaron las canciones. Y los romances. Y las leyendas. Las consejas. Las endechas. En medio de la noche, a la mitad exacta de los jazmines, Yael entrando por gracia de la llave. Con sus ojos de niña que tantas veces la miraron distinta a las demás. Colgada fuera del mazo en un clavo grueso. Plateada de luna, sí. Ahora los dientes se han limpiado del moho. Hacer girar las tinieblas para que Yael conozca el reino de luz guardado. Entrades, ninya pretziosa. Es hora de alegría. Allí están todas tus imágenes. Las blanca cenefas en los balcones y los pesados cortinajes de damasco. El aire ha comenzado a espantar el polvo de los muebles. Allí los ojos glaucos y color de la aceituna. Las barbas  y alardares. Es el premio por no haber abjurado de los orígenes. Conversos, sí. Tal vez vilipendiados. Perseguidos por ambos costados. Es tu premio, Yael. Si miras a un espejo, en tu rostro permanece el rostro querido de ella. No has de bajar la voz. No más ceremonias a escondidas.

Meter entre las ropas cuanto se pueda para la huída. En la cintura, las monedas y al cuello, la llave de la casa. Esa huída medida en centurias. Siempre escondida la verdadera lengua.

 
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