![]()
on sus ojos de niña la miro tantas
veces, distinta a las demás. Colgada en un clavo grueso fuera del mazo. Muy grande en
relación a las otras de marca conocida, dentelladas en una aleación de bronce. Esta
poseía la fascinación del metal puro y antiguo. En algún tiempo hubo de ser brillante,
imaginaba. Ahora los dientes estaban lleno de moho, salvo cuando la abuela se subía al
escaño de mimbre, la tomaba en sus manos y procedía a pulirla. Yael se daba cuenta de la
singular devoción con que la abuela realizaba tal oficio. Después de limpiarla, como
hubiera hecho con un objeto sagrado, la devolvía a su garfio y continuaba los habituales
menesteres. Y como siempre acariciaba el pelo ensortijado de Yael con una mirada sabrosa a
complicidad . La casona hermética llena
de cansadores rituales de limpieza, órdenes y prohibiciones, habría sido intolerable si
la personalidad de la abuela no hubiese colocado un matiz de vida a esas caras eternamente en penitencia; a las bocas que sólo La abuela no sólo era una alegre castañuela. También sabía ejercer un poder absoluto sobre la familia y la gente de servicio. Pero los jueves llegan los pobres para recibir de sus manos, una bolsa con mercadería, algunas hortalizas y frutas. Entonces Yael oía las alabanzas repetidas por labios descoloridos que dejaban al aire encías desdentadas y olía eso indescriptible de la miseria. La imaginaba amarilla, fea como quienes extendían las manos. Esto duraba unas cuantas horas. Luego retorna a la plácida belleza de los búcaros repletos de flores de cada estación sin que nada permitiera saber que por allí habían desfilado zapatos con suelas abiertas, piernas varicosas y otros achaques. La miseria concluyó Yael no es buena para nadie.
La abuela
había enfermado, El silencio agobia mas que ordenanzas y rituales. Desapareció la
música. Más afiladas las caras a cada instante. Los jueves se suspendieron . La madama
polaca que venia a conversar con la abuela y a vender sus jabones de Pravia y loción Flor de Espino se sienta en una silla de paja con
los ojos celestes arrasados en lágrimas. La cocinera actúa por cuenta propia. Las niñas
de mano circulan con sus almidonados delantales cono muñecas mecánicas. El mozo no canta
tangos mientras pule los cubiertos. Yael se refugió cerca del sillón y de la mecedora de
ala abuela sin que a nadie le importara cuál sitio ocupaba, si leía o se dejaba volar el
pensamiento junto a las tardes de la abuela y sus duraznos otoñales. Los grandes fuéronse habituando a la
enfermedad y comenzaron a hablar en voz más alta. El doctor dijo que no pasaría de la mitad de la semana. La vejez se había
convertido en rectora de los músculos, los huesos y los nervios. La mañana del miércoles amaneció
clara. La empleada que atendía a la abuela le llevó agua para asearla. Ella estaba
sentada con su peinador de algodón blanco y blondas. Se había bajado de la cama sin
ayuda de nadie y entonaba una de esas canciones
en el melodioso idioma que solía compartir con Yael y su padre. Por el peinador se
desliza su pelo plateado, sedoso. En el espejo sus ojos violeta como si de nuevo la
juventud hubiese entrado a ellos. Yael la abrazó. Ya te mejoraste, abuelita. La anciana
le dio un pellizquito en las mejillas sin contestar. Yael se quedó en espera de alguna
palabra hasta que la vieja estiró su brazo derecho con un índice largo sobre la frente
de la niña. La llave, sube a buscarla antes de otros la boten. Es tuya, para que abras la
puerta de nuestra casa. Nunca la entregues a nadie. Acuérdate, sólo tuya. Yael obedeció
y a duras penas pudo alcanzar el garfio. Corrió a esconderla en su caja de tesoros junto
a las conchitas que traía cada verano de la playa, las flores secas de la cordillera, el
caballito de mar y su primer diente.
Tras la muerte de la
abuela se dispersaron los miembros de la familia hasta que la vida regresó a tomar su
nivel. Yael se volvió diferente a los hermanos. Estudió, enamorada de todas las formas
de conocimiento. Se acercó a todo tipo de gente y apenas fue posible, salió a recorrer
algo de este mundo. Así un día de marzo entró a una pensión en Toledo y se preparó
para ver cuanto había conocido en los libros. Las calles persistían en una acentuada
fragancia. El color aceituna rondaba en rostros de pómulos altos. Muchas manos hubiesen
deseado atajar la delgadez de su cuerpo que no acertaba abandonar la adolescencia. Tantos
pies se le aparejaron para hacer que los labios iniciaran un diálogo que podría
desembocar en algún café o de pronto en cierto albergue con almohadones blancos de
batista y encajes de brujas. Las alcuzas se hallan prestas en las mesas de las tascas para
aliñar una presa de pescado, una ensalada, una tapa de marisco. Yael caminando y el sol
que cambia los colores en cada vitrina, en los visillos de las casas que de tanto en tanto
se alzan para que se asome una cara sorprendida y una mano estruje las etaminas en espera
de algo distinto. Dentro de las habitaciones el desfile de quehaceres. Quitar las flores
marchitas; dar agua a las matas de malvones; sacudir el polvo de los vidrios; acomodar los
pañitos de richelieu sobre los sillones de felpa oscura; introducir la aguja en el
bastidor, poner en juego la fantasía y atrapar pájaros azules y amarillos que acepten
quedarse eternamente bordados en la arpillera. Algunas mujeres extienden su pelo fuera de
las ventanas para secarlo y darle brillo. La noche entrando al cielo con la luna
abierta en flor, flota sobre jirones de nubes. Yael vuelta a la infancia, a los romances
dichos en ladino y de nuevo el idioma, el dulce idioma. Las ceremonias a escondidas. No
vaya a ser que la familia se comprometa y pierda la seguridad que edificó el abuelo con
donaciones y cambios de apellido. Concurrir a una iglesia con santos de yeso y veneración
del máximo instrumento de tortura. Abuela, baja la voz; las tías andan por ahí; pueden
escucharnos. Yo no tengo miedo. Ellas han vivido en eterno temor. Cuidar el más leve
movimiento de los músculos, nadie debe advertir el origen. Queremos el Paraíso y no la hoguera. Baja la voz, abuela.
Por ahí andan las tías y se encolerizarán contigo.
Abierta flor, la luna en el despejado cielo que alberga los mil
secretos de la existencia. Yael introduce la mano derecha al bolso y toca el metal tibio.
Lo acaricia y emerge la llave en contrapunto a la luna. Puede la oscuridad tomar nombre de
eclipse y esconder la mitad del disco de claridad para que los dibukim (diablos
traviesos, almas transmigradas) se pongan a jugar malas pasadas a los miedosos. Puede que
el eclipse te permita hacer girar la llave en esta cerradura y que la puerta comience a abrirse. Los goznes están casi deshechos. Las
maderas se niegan a dejar de crujir. Los siglos en las cuarteaduras de las hojas de leño.
Yael metió la llave y aguardó. En buenas cuentas los milagros vienen a ser frutos de la
voluntad, otras veces el azar se encarga de disponer los elementos para que los deseos
tengan cumplimiento. La mano delicada pocas fuerzas tiene para mover el tiempo anidado en
los vericueto de una cerradura Abuela, abuela,
¿hacia cual lado debo girar nuestra llave?- Acuérdate del Talmud. Allí se
halla la raíz de la sabiduría. Escasas fuerzas lo pueden todo cuando la
luz penetra tu cerebro y las tinieblas dejan paso a la imagen buscada desde el fondo de
los días. Así ocurrió en el instante primero de la creación. Abandonar los miedos.
Enfrentar el precipicio. Son las sendas para lograr vencer. Que no te asalte la fragancia
únicamente en los sentidos. Yael, conviértela en parte tuya. La luna en flor. El cielo
despejado. No dejes que la danza de los dybukim te distraiga. Yael hizo los movimientos que precisaba. Algo se estremeció en su ser íntegro. La llave abre a una casa de baldosas cubiertas de fino musgo que la recibe con las voces percibidas desde toda la vida. Entrades, ninya pretziosa. Las tus ojos son violeta e tus cabelos pretos. La piel fermosa de aljófar blanco. Entrades, ninya pretziosa. Non yorades ke hora es de alegría. Abierta flor la luna El cielo despejado alberga mil secretos. La mano hace girar al mundo. Mejor dicho, a esa parte del universo escondida en un recodo del tiempo por gracia de la llave. En virtud de la justicia que ha tardado miles de meses. De nuevo Sepharad. Entrades, ninya pretziosa. Dormidos estuvieron los muros desde cuando hubieron de salir a prisa, con la garganta hecha nudo y la vida pendiendo del ansia de poder de los no tan Católicos Reyes. Hubo llanto y crujir de dientes. Carreras hacia los oscuros lugares del dolor. Meter entre las ropas cuanto se puede para la huída. En la cintura las monedas y al cuello la llave de la casa. Esa huída medida en centurias. Siempre escondida la verdadera lengua. Sometida al miedo. Descubrir mil regiones de la tierra. Siempre de viaje. Cuando empieza a echar raíces el trashumante, de nuevo la vida y el temor a perderla hace tomar el báculo y partir. Repetidos los siglos. La misma carrera por las estaciones de la clepsidra. Hubo llanto y crujir de dientes . Pero también quedaron las canciones. Y los romances. Y las leyendas. Las consejas. Las endechas. En medio de la noche, a la mitad exacta de los jazmines, Yael entrando por gracia de la llave. Con sus ojos de niña que tantas veces la miraron distinta a las demás. Colgada fuera del mazo en un clavo grueso. Plateada de luna, sí. Ahora los dientes se han limpiado del moho. Hacer girar las tinieblas para que Yael conozca el reino de luz guardado. Entrades, ninya pretziosa. Es hora de alegría. Allí están todas tus imágenes. Las blanca cenefas en los balcones y los pesados cortinajes de damasco. El aire ha comenzado a espantar el polvo de los muebles. Allí los ojos glaucos y color de la aceituna. Las barbas y alardares. Es el premio por no haber abjurado de los orígenes. Conversos, sí. Tal vez vilipendiados. Perseguidos por ambos costados. Es tu premio, Yael. Si miras a un espejo, en tu rostro permanece el rostro querido de ella. No has de bajar la voz. No más ceremonias a escondidas.
|